Por: César Montoya Ocampo
Primero Schiller con la letra, después Bethoven con la 9ª sinfonía y por último Neruda con su dimensión poética, autores son de la Oda a la alegría. Es majestuosa la composición del sordo genial y es una hilera de palabras, menudamente yuxtapuestas, en el estro del chileno. Visión dinámica que ellos tuvieron de la vida, con sacudimientos auditivos, con remansos calmos y con una placidez evanescente que relaja y tranquiliza.
La conciencia en paz genera felicidad. Quien nada debe moralmente, quien repudia el crimen, quien está libre de sospechas, quien no teme colocarse en urna de cristal, es un ser afortunado.
Observa a ese mendigo cómo dormita bajo el alero de un portón, con un pedazo de pan cubierto por la tira de un periódico, con un mísero can que lo acompaña y defiende. Ronca como ánima bendita, sin importarle un higo la economía, sin saber quién gobierna, ausente de los choques que genera la golosina del poder. Su dicha es plena, no tiene pesadumbres y la limosna que recibe le basta para su condumio y con las harinas que le sobran calma el hambre de su guardián.
La naturaleza estimula la placidez y el descanso espiritual. Allá está el cerro de Santa Helena, vitrina con una pizarra de un negro brillante; por su declive se desliza un chorro cantarino que en el descenso forma un ramillete de espumarajos argentados. El monte es largo, con ropaje de Semana Santa, convertido en pared limitante del paisaje. Abajo el agua tiene movimiento ofídico, se enrosca en charcos cenagosos, patina en una tenue esterilla verde, y finalmente se desarruga y libera en busca de caudales mayores. Cuántas veces, bajo el titileo de un alba invasora, ese horizonte suavizó los estrujones de un corazón apaleado, convirtiéndose en nirvana desahogante.
Los sentidos han compartido a plenitud el himno de la alegría. Todo tiene fulgor de embrujo. De tanto milagro que nos circunda, dejémonos atrapar por la mujer. Es estética la catedral aérea de sus líneas, sinfónica la cascada de su cabellera que se desliza por la ladera sensible de su espalda, primorosas sus manos de seda, orquestal su risa de alondra, atrae la coquetería que desgrana, son maliciosos los secretos que esconde. Ahí está un Dios pródigo que la hizo como un relicario de perfección. Ella es flauta que engolosina el oído, ternura en los destellos visuales, tibia temperatura para el pecado, cresta y bajío en el corvo océano de la pasión.
Tanto matiz tiene la oda de la alegría. El día que revienta, las reverberaciones solares, el céfiro fugitivo, la luna celestina, la noche densa. Todo eso encarna una milagrosa capacidad de asombro para vivir dentro de un circuito de maravillosas perplejidades. Es el amor que anilla, el espíritu que crea, la memoria que estampilla, la luz que enciende las oquedades del corazón.
Vivir es proyectar, construir confines, tener una lámpara que se alimente con aceite celestial. La vida es un poema tejido con ensueños, en donde las palabras esconden sus coqueterías, con sustantivos enhiestos y verbos creadores, con adjetivos galantes e interjecciones súbitas.
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