Por: John Mario González, especial para El País

Con gran pesar me despedí de mi madre en el pueblo, antes de fin de año, para el 31 de diciembre emprender camino desde Bogotá a la guerra en Ucrania. El primer vuelo arribó a Madrid el 1 de enero y el segundo a Varsovia, en Polonia. Finalmente, después de 18 horas en un destartalado bus, llegué a Kyiv la madrugada del 3 de enero. Fueron dos extenuantes días y medio, en cuyo tramo final intentaba apenas configurar la silueta de pueblos y ciudades a oscuras, pues no entendía ni una palabra de los pasajeros, por demás, con cara de pocos amigos, tampoco iban extranjeros.

Los preparativos de los días previos habían sido intensos, a lo que se agregaba la incertidumbre hasta de no saber siquiera la duración del viaje, lo que exigía disciplina en el gasto a prueba de balas. Por fortuna, el hostal que conseguí era económico y bien localizado, aunque con un solo baño y una ducha para 25 personas, en cuatro cuartos, muy cerca de la céntrica calle Jaroslaviv Val y de la Catedral de Santa Sofía.

Desde las primeras horas, el trajinar fue ajetreado. Los detalles más anodinos de la cotidianidad se convertían en un reto, a lo que se sumaba un sinnúmero de lecturas pendientes, el buscar expertos ucranianos y el mayor nivel de diálogo gubernamental posible. También podían resultar agotadores los continuos cortes de energía, el habituarse a las pocas horas de luz del día, comprar en el supermercado y cocinar, pero, sobre todo, las constantes alarmas de ataque aéreo y algún que otro bombardeo.


Eso sí que resultó estimulante, en una especie de desdoble de roles, sostener largos diálogos con el experimentado Embajador, Ruslán Spirin, ahora Representante Especial para América Latina. Podía constatar de primera mano cómo la ideologización de la política exterior latinoamericana, iniciada con Hugo Chávez en Venezuela, hizo un daño profundo. Un menoscabo que continúa con la mayoría de los presidentes actuales, que prefieren apoyar y posar con dictadores, como en la reciente cumbre de la Celac en Argentina, pero que tiene su contrapartida en la gran decepción del Gobierno ucraniano por la hipócrita postura respecto de la agresión y el totalitarismo ruso. Quién sabe qué dirían si Brasil invadiera a Bolivia, Ecuador o Argentina. Spirin me llegó a sostener que en América Latina hay esclavos de Rusia, en referencia a Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba.

Claro que las vibrantes jornadas se combinaban con la imposibilidad de descansar en el hostal. Los malolientes pies de un joven huésped, los ronquidos de otro, un taxista que por momentos parecía un distinguido indigente, me hicieron salir en volandas.


Tuve la suerte de encontrar uno nuevo a dos cuadras de la emblemática Plaza de la Independencia, el epicentro de las movilizaciones proeuropeas del Euromaidán desde 2013. Lo opuesto al anterior, aunque llegué a sentir algo de temor por la falta de huéspedes. Por un momento olvidé que la guerra acabó con los turistas, aunque también podía obedecer a estar casi colindante con las militarizadas manzanas del Servicio de Seguridad de Ucrania.

La primera noche no fue la mejor. Sentí un intenso frío, por una ventana mal ajustada, y la profunda intranquilidad que me causaba el notar por teléfono la angustia de mi madre. También, al pensar en la clásica crónica de John Hersey, “Hiroshima” de 1946, en la que retrató el sufrimiento humano y algunos supervivientes de la bomba del 6 de agosto de 1945. Pensaba que pudiera estar en el papel del médico Sasaki o el Reverendo Tanimoto, quien también había tenido una mala noche el 5 de agosto de aquel año.

Es que el surrealismo de la guerra se vive en múltiples dimensiones, hasta en la sicológica. En el intento de vivir con normalidad o en una compostura esforzada en la capital, que se percibe en la relativa buena afluencia de clientes en los restaurantes y cafés, pudiera tender a olvidarse el drama de las esposas e hijos de más de 100.000 soldados y milicianos ucranianos caídos en combate, los millones de desplazados, emigrados o de vidas suspendidas en el limbo de la guerra. Otra cosa es quienes, aun si no sienten los misiles, en el oeste, viven la zozobra de las sirenas o de la crisis económica, como me lo comentó Liudmyla, oriunda de Netishin, en un viaje en tren hacia la frontera con Hungría.

Luego están las víctimas civiles del este del país o los indefensos actores secundarios, como una niña que, cuando me refugié en uno de los subterráneos del metro de Kyiv por una sirena antiaérea, me dijo con un traductor de Google: “quiero irme a casa, odio a los rusos”.

Víctimas por partida doble que deben lidiar con sus propios problemas y angustias y ahora les destruyen su país y sus hogares. Como Petya, un inteligente joven, a quien conocí en el segundo hostal y que la guerra persigue a donde vaya. Nacido en Khrestovka, en la provincia de Donetsk, ocupado por los rusos desde la invasión de 2014, se había mudado con sus padres a Kharkiv en 2010, aunque allí ahora no se siente seguro.

El año pasado se fue a donde su abuela, cerca de la capital, pero le resultaba demasiado la combinación de guerra con el Alzheimer que ella sufre. En últimas, está atrapado, porque tampoco puede salir o huir del país, pues se expondría a penas de prisión. Me contaba en buen inglés que fue a Khrestovka en 2016 a visitar algunos conocidos. Pudo notar el lavado de cerebro de la gente que veía a Putin como un dios, aunque desde 2018 han comenzado a desengañarse porque la situación es cada vez peor.

Y también está la perspectiva, muy distinta, cuando se trata de un observador que quiere entender las paradojas, los enormes riesgos o los cálculos estratégicos de una confrontación frente a la cual la Segunda Guerra Mundial, por instantes, pudiera lucir como un juego de niños. Téngase en cuenta que es la primera vez que un solo hombre amenaza al mundo con provocar un apocalipsis. Ni siquiera Hitler. Un peligro que aumenta si un desesperado Putin, en el riesgo de perder su propia vida por una guerra mal calculada, usara bombas nucleares.

Pero esa razón de fondo de Estados Unidos para no cruzar líneas rojas con un ataque a territorio ruso implica varios dilemas hasta morales. Acarrea que el chantaje y el temor a una tercera conflagración mundial pueden dilatar la guerra, así eso signifique más sufrimiento para los ucranianos y tal vez cientos de miles de más muertos.

Causa sin duda inquietud no solo el pensar que una guerra se pudiera perder por temor, que continúen las “carnicerías” humanas en el este, como la de Bakhmut, que los ucranianos pierdan posiciones por falta de munición, sino además el teléfono roto de los líderes europeos. Como si no se tratara, antes que nada, de la seguridad de Europa, un continente en busca de líder, en el que causa extrañeza el timorato pilotaje del Canciller alemán Olaf Scholz o la ambivalencia del presidente francés Emmanuel Macrón.

Pero lo peor es que una vez desatados los demonios nadie controla totalmente el curso de los acontecimientos y la guerra en Ucrania se convirtió en un callejón sin salida en el que será inevitable unas muy próximas y letales contraofensivas.

Si llegara a ganar Rusia, el futuro del mundo sería una pesadilla. Una suerte que no merece un pueblo como el ucraniano, cuyo único pecado es el de compartir frontera con un sistema político y económico enfermo que, por sus paranoias de superioridad, está dispuesto a causar un Armagedón. Uno tan catastrófico para la humanidad como el que sufrió mi corazón, pues en el camino de vuelta desde Kyiv, recibí la infausta noticia de la muerte de mi madre, por lo que parece haber sido un coma diabético, y de repente la pasión por entender el drama ucraniano se tornó en un caos personal para retornar al pueblo frenesí de su felicidad. Estoy sin embargo seguro de que si ella hubiera comprendido algo del mundo exterior y de la batalla del hombre por la libertad no hubiera dudado nunca en concederme su aprobación.

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