He sido pesimista. Cuando era más pequeño, mi papá me regaló un resumen que alguien había hecho de “El mundo como voluntad y representación”, de un tal Schopenhauer. Tuve contacto con él desde muy temprano y por eso lo señalo como “un tal”. Quizás, lo poco que entendí trazó mi camino pesimista. Y no lo he terminado, el camino. Veo el mundo desde mi limitada visión de él. Los budistas dicen que lo que ha de pasar pasa, en una manera de reflejar pesimismo.
Esa influencia del budismo que, al parecer, tuvo el filósofo alemán, considerado el representante más elocuente del pesimismo, la recibí y la repito cada rato. No es para menos. En mis 65 años de vida útil e inútil, no he visto la voluntad del hombre en procura de hacerse un mundo mejor. El hombre, en lo poco que he visto, porque 65 no son nada, sigue siendo el animal más depredador de la naturaleza. Y eso significa que el mundo, edificado por el hombre, es tan depredador como su constructor. Hablo del mundo, el del ser humano, la sociedad, el agrupado.
El hombre en toda su existencia ha hecho todos los esfuerzos para que el objetivo altruista no se lleve a cabo. Y el altruismo es el otro don, con el libre albedrio, que nos dio la naturaleza. Los mismos principios que dicen que uno oye lo que quiere oír y ve lo que quiere ver son contrarios a ese don. Son la representación del egoísmo, de la sordidez en la que el género humano se han sumido a lo largo de su historia. Esto lo ha ubicado en una despreciable posición por no ser capaz de juntarse para lograr la quimera aristotélica del bienestar general y la felicidad común. Los recursos materiales son medios y no fines, pero no a la inversa como se ha propuesto por el hombre hace miles de años.
El pesimismo, como estado de ánimo o doctrina, me invadió desde aquellos primeros años, hasta los 16, vividos en un pueblo en donde la actividad del hombre parecía mas contemplativa, solo posible en seres buenos, que laboriosa. Veía mi futuro imposible desde los trabajos manuales de mis padres, a los que habían llegado por la falta de recursos para estudiar en escuelas que con pompa usaban ábacos para enseñar a sumar y restar.
La educación era un privilegio que tan solo ahora ha disminuido por la concreción de aspiraciones humanas, logrando que la formación académica llegue a más asociados. No veía la más mínima oportunidad de proseguir mi instrucción formal una vez terminara la enseñanza media. Y no era cuestión de optimismo, ni de ausencia de deseos fervorosos, era que no había con qué. Ese pesimismo en un apacible entorno, -qué contradicción-, hizo que antes de culminar el ciclo regular de la instrucción media -sexto de bachillerato- me empujara, como un tornado, a buscar una sola cosa: no convertirme en un mantenido, en una persona que viviera a expensas de otras. Esas otras eran mis padres.
Con atrevimiento pesimista y embutido en un bus de pasajeros que hacía tedioso el viaje logré llegar a mi destino y comenzar lo que siempre he considerado como la salvación. No es la misma que pregonan en los templos los pastores de todas las creencias.
En el amor ocurrió algo similar. El pesimismo frenaba la posibilidad de acercar a quien veía, tal vez, lejano o distante. Pero, como ese pesimismo tuvo siempre algo de osadía, las relaciones sentimentales fluyeron. El amor debe tener audacia, arrojo, pesimista o no.
En el mundo laboral el pesimismo tuvo un protagonismo especial. Cada vez que me invadía se convertía en un aviso de que el evento pretendido, imaginado o pensado iba a suceder. Y venía bien.
Con los años, mi pesimismo se convirtió en un agüero, en una señal predictiva de que algo que imaginaba bueno para mi y me podía ocurrir, sucedía.
Hoy, no he dejado de ser pesimista, y siguiendo la costumbre creada por las experiencias de 65 años, lidiando con una sociedad orbital que combate con decisión los prospectados estados de bienestar, veo un mundo cada vez más perverso, con la amenaza de destrucción total latente y con un cielo que sirve para incógnitas sin resolver que nos llenan de inseguridad. Y de pesimismo.
Acudo al agüero para que mi pesimismo sobre el futuro de la humanidad se convierta en euforia que compartamos todos.
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