El “modelo Bukele” se ha posicionado en el imaginario de las elites políticas latinoamericanas como la gran tabla de salvación de sus sistemas de dominación y sometimiento de las sociedades nacionales con sus múltiples expresiones demográficas, culturales, políticas, económicas, agrarias y urbanas. Según ellos se trata del paradigma perfecto para eliminar la inseguridad y la explosión del crimen en sus más crudas manifestaciones: homicidios, robos, vacunas, secuestros, extorsiones, feminicidios, microtráfico, etc.

Estados de excepción, violación de los derechos humanos, cárceles descomunales, prisión de cientos de miles de jóvenes y manipulación de redes sociales para afianzar el supuesto éxito constituyen el repertorio de esta fórmula mágica que se vende como humo por todos los rincones de la convulsionada geografía latinoamericana.

A raíz de los resultados electorales en las pasadas votaciones regionales del 29 de octubre del 2023, en las que se escogieron nuevos gobernadores (32), alcaldes (1101), diputados y concejales; comicios en los que se dieron importantes triunfos de los sectores de la derecha y ultraderecha reaccionaria en ciudades como Bucaramanga (Santander), Barranquilla (Atlántico), Medellin, Cali, Villavicencio y en departamentos como Antioquia, Santander, Valle del Cauca, Cesar y el Meta, se han reactivado las pulsiones más regresivas de las camarillas regionales y locales para establecer unas micro y meso dictaduras en estos ámbitos con el fin de implantar estrategias de “mano dura” que contengan y aplasten las manifestaciones más crudas de la criminalidad.

Dilian Francisco Toro, la nueva gobernadora del Valle del Cauca, ha propuesto organizar rápidamente sistemas de gobierno policial en varios municipios de su departamento como Tuluá, Candelaria, Buenaventura y Jamundí, e igualmente a demandado la reactivación de los batallones contrainsurgentes de Alta Montaña del gobierno de Uribe Vélez, ejecutores de miles de “falsos positivos”; Jaime Andrés Beltrán (un pastor oscurantista), el nuevo alcalde de la pujante ciudad de Bucaramanga, capital de Santander (secuestrado por una mafia de parapolíticos) ha propuesto construir una cárcel en su ciudad, como el Centro de Confinamiento  contra el terrorismo Cecot, en el que el presidente Nayib Bukele del Salvador ha concentrado 70 mil jóvenes en las peores condiciones para sus derechos; el gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón (un uribista recalcitrante de las nuevas promociones) ha ordenado conformar escuadrones militares y policiales para ejercer control sobre todos los municipios de su departamento y presiona para aumentar el pie de fuerza y la restricción de los derechos fundamentales de los ciudadanos; Federico Gutiérrez, el nuevo alcalde de Medellin (pupilo consuetudinario de Uribe Vélez) tiene como prioridad la seguridad de la capital paisa, pero en los términos de los esquemas represivos ligados a la denominada seguridad democrática de los pasados gobiernos de Uribe Vélez; Alexander Char, el alcalde de Barranquilla (integrante de una potente mafia costera) ha anunciado plomo y cárcel sin ningún límite legal; y Rafaela Cortes, la nueva gobernadora del departamento del Meta, en los Llanos Orientales, bajo la tutela del ex gobernador Juan Guillermo Zuluaga (Juan sin Miedo) avanza en alianzas con los grupos neo paramilitares de Acacias y Granada para establecer el control despótico de los territorios y sus comunidades agrarias.

En la mente de estos influyentes líderes gubernamentales está vivo el “modelo Bukele” que ofertan a sus comunidades y al país como la panacea a los crecientes problemas de inseguridad en las localidades y provincias.

En esta tendencia de los nuevos mandatarios se está gestando la que será la campaña de la ultraderecha colombiana en los próximos meses para golpear al presidente Gustavo Petro (y a la Paz total) y desalojar a la Izquierda democrática y popular de la Casa de Nariño en las elecciones presidenciales del 2026.

Lo que sugiere a las fuerzas progresistas poner atención a las manifestaciones del problema de la inseguridad que ciertamente impacta a las comunidades de manera muy grave. Es urgente que la Izquierda y el gobierno del presidente Gustavo Petro afinen una propuesta más acertada y un modelo policial más eficaz frente al homicidio, el robo, el secuestro, la extorsión y la masacre.

Hay que colocar en el debate público y cuestionar con buenos argumentos la consistencia y coherencia de la estrategia del presidente del Salvador para controlar y erradicar la inseguridad.

Si bien es cierto esa experiencia del país Centroamericano aparece hoy como exitosa, acreditando resultados puntuales, como la caída de la tasa de homicidios, la recuperación de diversos espacios públicos y la menor presencia de las pandillas, lo que impacta en la reducción de los delitos que ocurren en los lugares de vida y trabajo, en especial en los barrios más populares de El Salvador, es innegable que la afectación a la democracia es un hecho contundente, pues se dan encarcelamientos masivos de muchachos (más de 70 mil jóvenes, supuestos miembros de pandillas juveniles, el 1% de la población) sin ningún criterio evidente de flagrancia, las retenciones por largos tiempos de personas que no tienen denuncias específicas y los señalamientos de violación de derechos humanos que se dan en los principales centros de reclusión penitenciaria; a lo que hay que agregar el atropello constante a medios de comunicación no oficialistas, la manipulación de las redes sociales para difundir información tendenciosa y, desde luego,  las decisiones administrativas discrecionales.

La pretendida solidez del llamado «modelo Bukele» se monta básicamente sobre la sensación de que no existen otras alternativas posibles que puedan traer resultados rápidos y beneficiosos, sobre la acumulación de experiencias fracasadas o la sensación generalizada de temor e impunidad. Una falacia completa. Lo único que hace Bukele es encerrar los problemas de la criminalidad en una gran penitenciaria o un campo de concentración porque las fuentes de la delincuencia (el modelo neoliberal) siguen intactas.

Sirve indicar acá que tal complejo penitenciario tiene un área de 231.446,31 metros cuadrados y está proyectado para albergar a 40.000 prisioneros en ocho pabellones de 5.453 metros cuadrados. Cada pabellón cuenta con 32 celdas, las cuales tienen planchas de acero en su interior para todos los reos y dos fuentes de agua con chorros controlados por los comandos. Presentado de otra manera: la «mejor cárcel de América» tendrá celdas que hacinan a 156 personas en su supuesta capacidad máxima y con agua racionada, además de calabozos de castigo en completa oscuridad.

Mirada en detalle esta peligrosa y antidemocrática estrategia tiene como uno de sus ejes una mayor presencia policial y militar en el patrullaje cotidiano, se desarrolla en el marco de un régimen o estado de excepción constitucional decretado en marzo de 2020 y que lleva ya 17 prórrogas sucesivas.

Este régimen de excepción es el que permite las detenciones sin orden judicial o flagrancia y el desarrollo de juicios masivos, al tiempo que elimina controles legales sobre procesos administrativos para el uso de fondos públicos y contrataciones del Estado, así como el derecho al acceso a la información pública, un aspecto sobre el que será necesario volver para proteger los derechos y libertades democráticas de la ciudadanía.

En este debate sobre la seguridad y la inseguridad es importante tener claro que la seguridad ciudadana y la seguridad pública no son igual cosa; no son harina de un mismo costal, que es lo que la ultraderecha intenta vender, pero se trata de un asunto de mayor calado sobre el que será necesario regresar y muy pronto.

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Por EL EJE