Estos actuales julio y agosto me recordaron dos episodios de la Guerra Civil Española de 1936, ocurridos en esos meses. A su turno, me remitieron a los graves peligros de ciertas ideologías en la política.
Esas que han conducido a guerras y otros conflictos armados, impulsado tropelías, masacres y servido para que arbitrarios gobernantes destrocen la ética. Guerrilleros no intelectuales, sin mayor doctrina, las han invocado. Poderosos hubo que buscaron perpetuarse y que se arroparon en alguna ideología para lograrlo.
En ese 1936 Francisco Franco se levantó en armas contra un gobierno legítimo de izquierda moderada republicana. Esgrimió ideas reaccionarias en contra de ese régimen democrático y reformista. Fue la guerra civil. Hubo muchos asesinatos numerosos de parte y parte, pero mientras en el lado republicano no fueron metódicos, Franco, al contrario, dio instrucciones de ajusticiar, sistemáticamente, a quienes fueran “rojos” u olieran a tales.
Los españoles han sido una nación de fiereza. Según Hitler, el único pueblo latino duro de alma. En Sagunto (219 a.C.), ante Aníbal, el de Cartago, prefirieron inmolarse en una pira antes que rendirse. Igual en Numancia (133 a.C.), quemaron la ciudad y se suicidaron para no someterse a los romanos. Con episodios individuales, como el de Guzmán el Bueno, que en 1294 defendía la plaza de Tarifa. Los del asedio, los árabes, desde abajo los muros le mostraron a su hijo y lo conminaron a entregarla; si no lo matarían. Dicen las crónicas que les lanzó un cuchillo y les gritó: procedan, porque no lo traje al mundo para desgracia de mi patria.
Muy parecido este al primero de los dos episodios de esta guerra que insinúo al comienzo.
Julio, 1936, por instrucciones de Franco, en Toledo el coronel José Moscardó se atrincheró en el Alcázar de la ciudad, esta en manos de los republicanos. Recibe Moscardó una llamada telefónica de los sitiadores: si no entrega la fortaleza en diez minutos fusilaremos a su hijo, Luis, y aquí se lo paso. ¿Qué hay, hijo? Nada, que me ejecutarán si no entregas el Alcázar. Dice el padre: “muy bien, hijo, encomienda tu alma a Dios, grita viva España y muere como un héroe”.
El segundo fue el asesinato de Federico García Lorca por los franquistas, en agosto, ejecutado por sus simpatías republicanas. Dramaturgo, el poeta más reconocido de su tiempo, popular, renovador, especie de niño genio y gitano, misterioso de garbo en su poesía y con el galanteo andaluz de suma gracia en el verso.
Frágil de cuerpo, artista de espíritu, a sus apenas 38 años cayó hacia la muerte envuelto en su aura de misterio, igual a como cae el pétalo de un jazmín joven, todavía susceptible de ofrendar mucha fragancia. Todo un infortunio. Su condición de enigmático alto artista, su dulce suavidad de hermano para con todos, su tragedia, han enamorado a la posteridad.
“Voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir”, hacia Federico, alma de resurrección y de poesía, lágrimas entre azahares, como en su homenaje al Camborio: “tres golpes de sangre tuvo y se murió de perfil,/ viva moneda que nuca se volverá a repetir”.
Tristes episodios que suscitan una pregunta, válida para tantos acontecimientos históricos: ¿eran necesarios? Evidente que sin Francisco Franco España hubiera evitado tantas desgracias y se hubiera modernizado desde treinta años antes.