Aquellas noches transcurrían invadidas de tranquilidad, sin aspavientos. En una silla de fieltro, adornada en sus costados con flores artificiales, solía pasar las horas meditando y en sus manos, un libro de frases espirituales, que era su manual cotidiano. Lo leía sin fronteras, también en las mañanas y en las tardes clavaba su visión, en esas páginas que le producía santificación. Sin sufrir fatiga, y a veces el sueño le quitaba esos momentos ineluctables del cansancio, pero siempre con voluntad férrea, se aferraba a sus lecturas Cristianas.

La veo ahí, escuchando sus historias, una versión rica en sabiduría, y su memoria retenida en el tiempo, describía con facilidad pasmosa, pasajes de la vida familiar, con gracejo desparpajado reía recordando personas, lugares, momentos que cualquiera podía olvidar, de no ser por su interés de solazar a sus hijos y sus nietos, para hacerlos olvidar que esos encuentros familiares eran para llenar los rostros de alegría, y no de postrimeras tristezas, que ocultasen lágrimas vencidas de melancolía.

Mi madre dejaba correr los minutos como si fueran horas, intentando detener el tiempo para hablar sin pausa, narrando con voz suave en un lenguaje sencillo, semblanzas preteritas con matices campesinos, de allí provenía, su modo de vida y su orgullo. Mi madre extendía reminiscencias por los campos labrados de ternura, de flores y de olor a boñiga, del verdor del bosque, de la tierra azabache, de la montaña feraz, surcada por caminos imposibles y de piedra brusca que tallaba inmisericordemente alpargatas, y con ellas, la piel de largos y pedestres recorridos. La vida siempre bella no la extinguió, la lleva de la mano paseando celestiales travesías, dónde los angeles alados de blancas sedas, halan el carruaje, sin que su avance arrime desesperanzas.

Nada hay de olvido, ni de abatimiento, todo se mueve en medio de gozos infinitos. Tambien evoco esas mañanas, cuando en mis primeros años, me bañaba con leche ordeñada de una vaca que sagradamente aparecía en el corral de la casa ubicada en una ladera veredal. Su bramido suave llamaba la atención, como si supiera la rutina. Con mi padre forjó una gran fortuna: El trabajo sin límites, los principios heredados y la honradez, cartilla que se abreva, cuya unica riqueza resiste las tentaciones materiales desbordadas por la ambición y la lascivia. Su rostro prístino, sus tiernas manos, su mirada alucinante sus ojos encendidos de fulgores, y el conjunto cetrino de su rostro, no se han perdido, no hay sino luz perenne, que llevo en mi espíritu y en mi alma. Hace un lustro, su débil arquitectura corporal fue levada del mar y ausentada de la tierra.

Siempre lleva iluminaciones espirituales, por el vasto universo dónde Dios abarca su mando. Hoy y siempre vive, tan presente como su misión maternal en este mundo signado por el dolor, pero también de felicidad. De Felicidad saber que permanece viva oteando las nuestras con bendiciones silenciosas. H.G.T.

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Por EL EJE