cffPrimero que todo, y antes de empezar a redactar estos escritos, tomé la decisión de despojarme por unos minutos de mi envestidura como periodista deportivo, y mejor he optado por enfundarme la armadura de moda por estos días en el país. Sí, esos tejidos coloridos, con un amarillo reluciente, un azul soñador y un rojo que enciende la llama de millones de compatriotas que arropan un sentimiento mundial.

Por: Cristian Marín Zuluaga 

Por fin las nuevas generaciones han tenido el honor de extasiarse con la batalla de un plantel matizado por las ganas, el pundonor, la amistad, el fervor, pero ante todo un colectivo agarrado de la mano que va escalando con pasos de animal gigante hacia la copa mundo, que espera por su nuevo redentor.

El primer recuerdo de mi selección en una copa mundo, fue en Estados Unidos 1994; apenas era un niño, que se la pasaba con un morral de arriba para abajo, y en donde el fútbol empezaba a trastornar mi cotidianidad por vivir pendiente de la pelota. Apenas oía mencionar a Higuita, Córdoba, Asprilla, Rincón y Valderrama; claro está, que con 7 años difícilmente dimensionaba quienes eran esos astros.

Mi papá me hablaba del mundial del 90, del gol de Fredy Eusebio Rincón ante Alemania; me contaba entre otras cosas el error inolvidable del loco rene ante Camerún en octavos. Claro, él  desde su óptica de comentarista deportivo, y yo el niño que estaba heredando una pasión por una profesión en la que la pelota era predominante ante la atracción que sentía por los micrófonos, y por la necesidad perenne de transformarme en un modelo de hombre como lo era y es mi adorado Pepillo (mí padre).

El mundial empezó su circulación, Colombia ante los ojos del mundo cayó humillada por Rumania; recuerdo las lágrimas de mis hermanas, inevitablemente me contagié y no pude evitar el llanto, aunque escuchaba en la voz de mi padre la tranquilidad de aseverar que aun existían posibilidades. Llegó el turno para el local de medir pulso con el favorito, Estados Unidos; el autogol de Andrés, y la preocupación en el rostro de mi mentor, me obligó a  elevar una plegaria en el intermedio, allí Colombia ya iba abajo en el marcador. Ese día, el amanecer de julio, sonó el estruendoso silbato fúnebre, Colombia le decía adiós al mundial. Les recuerdo, era un niño de 7 años, y sufrí como el colombiano más sobrio, o más ebrio, no había desigualdad en cuanto al grado de desazón, la decepción fue universal.

Para Francia 1998, ya había alcanzado un nivel más de conciencia. Ya sabía que Colombia no era favorita pero soñaba. La eliminación tempranera fue dolorosa, a pesar de haber ganado un partido ante Túnez, con gol de “calimeño” Preciado, anotación que por poco tumba la casa, pero que en resumidas cuentas sirvió para la hoja de vida del goleador;  el sueño volvió a ser enterrado, se posponía de nuevo el deseo de ver a mi patria en la palestra de los mejores en una cita orbital.

Cuantas cosas pasaron en 16 años. Se fueron los legendarios, aparecieron los prometedores, pero nadie pudo volver a llevar a Colombia a la esfera mundial. Durante esos largos años, un proceso empezaba a despertar, un puñado de amigos se aferraban a la hermandad y a sus capacidades para volver a preparar el despunte en un mundial, eran chicos, igual que este servidor, pero con mentalidad ganadora, con orgullo propio por una preciada camiseta y un irremovible sentimiento de fervor.

Ellos iban creciendo y los jugadores en ese entonces de la selección cada vez tenían más ademanes de rodillones; los años pasaban cuenta de cobro y la generación que luchó por 12 años se despedía de la tricolor sin haber degustado el menú de una copa del Mundo, obvio como todo en la vida habían manifestaciones de excepciones, caso puntual Yepes y Mondragón.

El hincha lo sufría, ver el mundial por televisión sin saber que a la hora siguiente jugaba el equipo de su país, nos perturbaba, nos bajaba el ánimo y nos obligaba a pasar el canal para no sentir ese sinsabor de fracaso.

Hoy la sensación es diferente, por fin he podido disfrutar en pleno de una copa del mundo con mi selección, y quizás lo mejor de todo, con un onceno que no fue de paseo a las playas de Copacabana, o a visitar el Cristo Redentor y demás atracciones turísticas de Brasil, con una selección materializada hacia el triunfo, hacia el deseo de levantar un trofeo hasta ahora intangible en los sueños del más optimista de los colombianos.

 Hoy le doy gracias a Dios por permitirme sentir uno de los cinco placeres más lindos de la vida, ya sabemos el resto, pero estar en cuartos de final, desplegar un fútbol exorbitante, dilucidar con  claridad, contundencia  y  ser una escuadra apacible en su sensibilidad, despiertan en mí el anhelo de ver a mi equipo el próximo 13 de julio  en el histórico Maracaná, porque definitivamente en el país del sagrado corazón, se vale soñar.

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Por EL EJE