Por: César Montoya Ocampo
La imagen habla. Un rostro, un vestido, el específico modo de pronunciar las palabras, el rictus que desfigura la boca, la voz de trueno o su repercusión aflautada, son características que, advertidas la primera vez, quedan gravadas como un tatuaje mental.
El nombre de Agustín Lara, por ejemplo, de inmediato evoca su cara atroz convertida en un mapamundi de cicatrices horrorosas. Vemos al Príncipe Carlos de Inglaterra de color amarillento desteñido, pelo azafranado, de amonada simpleza. A Chaves, en el recuerdo, es un energúmeno, gobernando a gritos desde el balcón presidencial.
En Colombia nos quedan imágenes inolvidables de los hombres públicos. Revivimos a Gaitán clamoreando en las tribunas, articulando frases con la arrastrada entonación de las grasosas barriadas bogotanas. Luis Carlos Galán nos dejó estampado su físico plasmado en un rostro viril, de fuertes líneas masculinas, y su cabellera revolucionaria como un banderín golpeado por el viento.
J. Emilio Valderrama iniciaba sus discursos con indumentaria acicalada. A medida que entraba en éxtasis desataba la corbata para tirarla al piso, después le estorbaba el saco que era lanzado lejos y culminaba su oración vertiendo chorros de sudor. Álvaro Gómez era pulcro en el vestir, con movimiento giratorio de las manos y una voz gruesa y sonora. Al Mariscal Álzate las frases se le resbalaban por la nariz, con un silbo delgado que iba desapareciendo cuando, rotundo y clamoroso, desarrollaba períodos de asombro intelectual. Fernando Londoño era pulido, su cuerpo adornado como un altar, con una dicción perfecta. Silvio Villegas manejaba el índice con monótona insistencia, rabioso su léxico y rebuscado para emplear adjetivos guerreros. Luis Navarro Ospina, del jefe conservador de Antioquia, tenía rostro beatificable, con destellos mojigatos. A Fidel Castro y a Juan Manuel Santos los recordarán porque el primero se desplomó de bruces y el segundo por su incontinencia urinaria.
Cambian las costumbres. ¿Quién puede tener memoria de Laureano Gómez con vestuario deportivo, con bombachos holgados y una alegre camisa con estampados arabescos? ¿Quién a un Mariano Ospina Pérez tiranizado por la moda, con un rubio mechón de pelo sobre su frente y un caminado de camaján? ¿Quién a Carlos Lleras Restrepo en cotizas, deslizándose como Álvaro Uribe por un tobogán, para terminar sumergido en las olas artificiales de una piscina? ¿Quién a Hernán Jaramillo Ocampo en pantaloneta de baño, lanzándose desde una piedra para competir con otros en resistencia pulmonar debajo del agua?
Cada tiempo tiene su propio compás y sus ritos estéticos. Los gringos de ahora gustan de presidentes guapos, de músculos tensos y caminar airoso. Reagan siempre se tiñó las canas porque el país quiere que sus mandatarios sean frescos y vitales. En efecto, convocaba frecuentemente los medios televisivos para que la nación lo viera, hacha en mano, volviendo astillas un tronco corpulento. Obama baja al trote las escalerillas de los aviones y las sube con picadillos pasos para evidenciar fortaleza y juventud.
En Europa son peculiares los hombres de gobierno para hacer públicas sus debilidades. La señora Merkel, de semblante severo, es austera en su manera de vestir. Francois Hollande tiene mirada de glotón y es cínico en el clamoreo de sus amores. Sarkozy puso en vitrina su pasión por una diva y terminó haciéndola suya. Berlusconi cayó con el estrépito de un meteorito por su incontrolado apetito por las féminas menores de edad.
¿Por qué este repaso sobre el perfil de los hombres públicos? Jean Palou Egoaguirre acaba de retocar con rasgos fuertes a Putin, presidente de Rusia. Lo pinta así: “Un día pilotea un Fórmula 1; al otro, un avión para apagar incendios. A mitad de semana doma un tigre siberiano, monitorea el corazón de un oso polar o bucea en el lago más profundo del mundo. La aventurera agenda de Putin -quien además es cinturón negro de judo y de lucha rusa (sambo) muestra uno de los lados más curiosos del presidente ruso: su obsesión con su imagen. “El hace sus propias relaciones públicas”, confesó un exempleado de la agenia Ketchum, contratada en EE.UU. para mejorar la percepción del mandatario y cuyos consejos suelen ser ignorados”.
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